Con la vista perdida a donde germina el sol, caminando sobre la blanca arena de una playa desconocida, me atormenta saber si es de día o si el atardecer no es más que una proyección de mi soledad. Lo cierto es que aquí estoy sin ser más que yo, un ser más del millón, pero más que el millar de verdades ocultas en un lienzo fresco que espera ser tatuado.
No se denota el viento ni la brisa de las gotas del océano, tampoco el sonido de las aves que revolotean por el cielo azul, y no es que tales detalles sea ajeno a mis cinco sentidos, sino que he convenido dejar de ver, de escuchar y olfatear, tal rebelión y desidia hacia el Creador.
El agua cubre mis pies hasta los tobillos, y los pequeños cangrejos huyen a mi alrededor, pero nada de ello importa, porque se que aún te tengo a ti, aunque tú no me tengas a mi.
Los pormenores del ayer son tan lejanos que en realidad ya no interesa, e importuna el solo recordarlos, lo que me viene a mi oscuridad es el leve sonido de tu sonrisa, lo que inspira dibujar una leve mueca en las comisuras de mi alma. El mañana es un fantasma que no ha nacido para atormentarte con la esperanza o lo que puede ser posible. Es así que solo nos tenemos en el hoy de nuestra existencia.
Aún no se cuánto más puedo permanecer aquí, y cuanto podré vivir con tu ausencia, eres más lejano cada vez si no puedo ni siquiera tener la fe de que vendrás o la tenue esperanza de que volverás.
Pienso que lo mejor es no hacerlo, y caminar adentrándome en la inmensidad del mar para acallar mis males de no tenerte ni verte más. Al final solo queda el horizonte.